Era un hombre pequeño de gran musculatura. Le decían "el cara de chucho" y era el jefe en palabras de la zona. Se sentaba en un esquina, cerca de la malla ciclónica que delimita la cancha. Leía el periódico y a veces jugaba algún partido de ajedrez con algún subalterno. Lo buscaban cuando dos mujeres se disputaban las calles para vender sus grasientos platillos de maíz. Tenía un tatuaje de un chucho muy plantoso en la espalda, además de dos grandes números.
Sucedió una tarde que los uniformados llegaron a interrogarlo, sin embargo, fue todo parte de la rutina. Esos mismos uniformados llegaron a cada casa de la línea del tren. Revisaron todo. Hasta los búhos en la pared.
"¿ Por qué le gustan los búhos?"
"No sé fíjese, me gustan"
Se fueron y pasaron los días. Una noche de finales de abril. Un camión completo llegó a la cancha. Luego a cada casa seleccionada según algún rumor o criterio. El resultado fue: dos buses llenos de mujeres que preguntaban por qué. Nadie les respondía.
Al siguiente día, "el cara de chucho" seguía en el mismo sitio. Esta vez con vacantes para nuevo personal femenino.